sábado, 13 de abril de 2013

Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura (Kenzaburo Oé)

Kenzaburo Oé es un nombre recurrente en mi vida, aunque pueda parecer sorprendente.

Hace unos años teníamos la costumbre de jugar una partida de Trivial con unos amigos cada vez que nos juntábamos para cenar (lo que hacíamos con bastante frecuencia). Las partidas eran siempre "ellos" contra "ellas". Es indudable y un hecho objetivo que mi amiga y yo somos más listas y sabemos mucho más que mi amigo y mi marido pero, por esos grandes misterios que tiene la humanidad, su porcentaje de partidas ganadas sobrepasaba con mucho el nivel esperado. (Vamos, que nosotras perdíamos casi siempre, para qué nos vamos a engañar).

Uno de esos días, estando nosotras a punto de ganar la partida, tuvimos que responder a una pregunta más que capciosa: "¿Cuál es el nombre del único Premio Noebel de Literatura japonés?". Nuestra cara debió de ser para hacer una foto... Por supuesto, no acertamos, pero la respuesta era, como cabía esperar, Kenzaburo Oé. La partida la perdimos y, desde entonces, cuando estábamos a punto de ganar, invocaban al espíritu de Kenzaburo Oé para que nos hiciera perder.

Puestos en antecedentes, debo decir que no es la primera obra que leo del autor. Y, en este caso, esta novela tiene algo estupendo: ES MUY MUY CORTA. Por lo demás, creo que no tengo palabras. Vaya, me avergüenza decirlo pero no he entendido nada de nada. Conjunto vacío, cero, rien de rien, nasti de plasti... Creo que "rarísimo" no serviría como adjetivo... no sé cómo clasificarlo.

Algo debí de sospechar cuando Ariel Dilon en el prólogo dice: "Sus personajes son prisioneros de una experiencia a la que les están negados, en primera instancia, tanto la esperanza redentora del futuro como el consuelo del ciclo de conjeturas genealógicas y explicaciones míticas del pasado. Pero, a diferencia de aquel, su literatura insiste en interrogar ese presente inescapable en busca de las constantes del destino del hombre". ¿Qué? ¿Cómo se nos queda el cuerpo?

Como lo terminé ayer, me ha dado tiempo a pensar qué me podía haber pasado para leer un libro y quedarme tan al margen de la historia. Creo que ya lo sé: tiene que ser que la cultura oriental no ha llegado a calar en mí y estoy desconectada de su forma de pensar. También puede ser que el autor y la novela sean raros de verdad y que, como el Premio Nobel es universal, haya que dárselo a algún japonés alguna vez... Y me estoy empezando a convencer de que la segunda opción es la buena.

Ya he dicho alguna vez que yo, de literatura no sé casi nada. Me pasa como con el vino, que solo sé si me gusta o no, pero no entiendo (eso sí, leo más que bebo...). Pero, lo que me ha pasado con este libro es equiparable a lo que me pasó con Ulises de James Joyce, con la diferencia de que, gracias a Dios, el que me acabo de leer es mucho más corto.

Eso sí, me ha hecho gracia que hace mención a los mandalas, otra de las cosas que me encantan cuando tengo un poquito de tiempo libre (que no es habitual). Pero lo ve de una forma mucho más profunda de como lo veo yo, la verdad: "...con la nitidez luminosa de quien, sobre un mandala entrevé con toda la fuerza de una revelación la confusión entre el tiempo y el espacio..." Voy a tener que aprenderme la frase para poder soltarla cuando alguien me pregunte por qué coloreo mandalas.

Fin de la reseña. El libro es infumable.

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