sábado, 17 de febrero de 2018

Consummatum est (César Pérez Gellida)

Estaba como loca por leer ya la tercera entrega de la primera trilogía Versos, canciones y trocitos de carne. Y, por supuesto, no me ha defraudado nada de nada. Me encanta... Tengo que reconocer que consigue engancharme de tal forma que seguiría leyendo hasta acabar el libro. Pero, como me pasa algunas otras veces, no quiero seguir para que no se acabe... ¡Qué paradoja!

Además, como dato adicional, el prólogo es de Lorenzo Silva... No podía salir nada mal.

Por supuesto, nos volvemos a encontrar a nuestros amigos de siempre, sobre todo a Ramiro Sancho, que sale de la cárcel después de que Augusto Ledesma hiciera que las pistas le incriminaran al final de la novela anterior.

Y, por supuesto, nos reencontramos con Augusto Ledesma, que decide pasarse por Islandia a matar a su ex-compañero Goran Pedersen que trabajaba para Armando Lopategui. Y, como él cuando hace las cosas, las hace de verdad, se carga a Goran, a su mujer, su hija, el novio, la abuela... No deja títere con cabeza, la criatura...

Y eso nos da la oportunidad de conocer a Ólafur Olafsson, un inspector de 57 años muy peculiar, que ha vuelto a la isla tras trabajar 18 años en la Real Policía del Ulster. Tiene un "cierto problemilla" con el alcohol (la jauría, como él lo llama) y a mí me resulta encantador desde el principio hasta el final. Me ha encantado conocerle porque ya sabía de su existencia por la siguiente trilogía (voy por delante en algunas cosas).

Augusto utiliza esta vez el nombre del prota de Crimen y castigo, Rodión Románovich Raskólnikov. Y, uffff, hay veces que hasta que cae simpático: "Me entregué a la antología poética de Pablo Neruda antes de caer doblegado por el sueño". Le gusta Neruda: eso le hace ser un poco menos malo, ¿no?

Se crea aquí un grupo para tratar de localizar al "prófugo 189-S". Y el grupo está formado por Gracia Galo, l'inspettora capo della Squadra Mobile della Questtura di Trieste (a la que ya conocíamos); Ólafur Olafsson, a quien acabamos de conocer; Erika Lopategui, hija de Carapocha; Ramiro Sancho, por supuesto... Y dirigidos por Robert J. Michaelson, Coordinador de la Unidad de Búsqueda Internacional de Prófugos.

Por cosas del destino, y de Augusto, claro, el grupo termina teniendo que trabajar en Valladolid. Augusto es así, decide volver para atraer a su rival, a Sancho, para enfrentarse a él directamente. Porque Augusto, si es algo, es consciente de sus capacidades... Y no se valora mal, oye... "Superar todas esas dificultades hizo que me reafirmara en mis convicciones. Estaba hecho de un material especial, distinto al resto: madera noble".

Hay muchas cosas que no puedo contar porque no quiero desvelar nada y es muy complicado... Pero hay dos episodios que me parecen fantásticos: por un lado, el momento en que Sancho vuelve a entregar a la madre de Rudiger Vigan la estampa de la Madre Teresa de Calcuta (ahora Santa Teresa de Calcuta) que él le dio justo antes de morir; y por otro lado, el interrogatorio... Es impresionante... Pero de verdad de la buena...

Hay otras historias paralelas que van entrelazándose con la principal y que atan algunos cabos que habían quedado sueltos en las dos primeras novelas. Porque, he de decir que el autor no deja nada al azar... te hace imaginar mil cosas durante todo el tiempo que quiere para luego darte la solución más lógica, que no siempre es la que el lector ha imaginado pero que hace que todo tenga sentido. Y, con la cantidad de cosas que pasan y la cantidad de personajes diferentes relacionados entre sí, no es nada fácil.

Voy a cerrar ya porque no quiero contar nada. Y esta vez, cierro con tres frases, no solo con una, como hago habitualmente:

  • Por una parte, una del propio Sancho: "Mirar hacia otro lado, jamás cambia la realidad"
  • Como segunda, una de Armando Lopategui: "Cuando uno no ha podido elegir su propio presente, el futuro no es más que una prolongada huida del pasado". 
  • Y, por último, una que se atribuye a Cicerón, aunque hay quien dice que no es suya: "Stultorum numerus infinitus est" (el número de necios es infinito). Y yo digo que, si no lo hubiera dicho Cicerón, lo podría haber dicho yo misma con solo mirar un poquito a mi alrededor.

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